Temblor

El sábado del temblor, a la 1:15 minutos de la tarde una joven morena de no más de 30 años y con Síndrome de Down, se paró en el medio de una plazoleta que antecede el acceso a la Quebrada Chacaíto, en la Cota Mil, y sentenció frente a un pequeño grupo aturdido por su voz de desconsuelo: “aquí va a pasar algo, la naturaleza se va a vengar porque nosotros le hemos hecho mucho daño”.

La sorpresa fue breve; algunos intercambiamos miradas huidizas pero en el fondo indiferentes, y cada quien volvió a su rutina sin reparar demasiado en la sorpresiva advertencia de la chica que nos acompañaba en un evento ambiental a la entrada del hermoso paraje avileño.

La tarde prosiguió sospechosamente porque lo que se anunciaba como un bonito día de luz y sol, se convirtió, por un sortilegio, en un paisaje plomizo y diluviano, como de hecatombe, cuando comenzaron las primeras lluvias.

Pero la indiferencia pudo más, hasta que en medio de un almuerzo con amigos la tierra comenzó un escarceo nervioso que se convirtió en un batiburrillo y de pronto en el temblor, que hizo correr a los comensales y me dejó en un estado de angustia como pocas veces, en medio de un acontecimiento natural que se revelaba para mí por primera vez con sus fauces brutales y un pedazo de bacalao entre estómago y esófago, indeciso.

Todo se reveló: el espacio infinitamente fugaz que ocupamos en la vida y sobre todo, la fragilidad de nuestra presencia física. Entre la chica Down y la sacudida de la Tierra, fuimos aparentemente infinitos, pero los breves segundos del temblor nos permitieron comprobar que la felicidad de estar vivos es un espejismo al que hay que sujetarse, sin embargo, con devoción.

La vida, en nuestro reloj de arena, transcurre lentamente, y los días de celebración y fiesta suelen ser muchos hasta que de pronto se quedan atrás, a veces como un recuerdo y a veces como un olvido. Luego vienen las presiones de la adultez, el ajetreo de la responsabilidad y el aburrimiento del hábito, hasta que la vida vuelve a tomar sentido cuando un hijo ofrece perpetuarnos en el tiempo, como si eso fuera posible.

Para otros, la felicidad encuentra argumentos en la religión, una profesión plácida, el reto deportivo, la alegría de compartir, enamorarse, y así vamos disimulando el terror existencial que significa entender, de una vez por todas, que nuestro tiempo se acaba por cada día que amanece.

No es una posición fatal ni falaz, lo que intento puntualizar es que las civilizaciones han querido ocultar nuestro destino con miles de razones que al final también han terminado siendo una desgracia: cuántos muertos por la fe, por la conquista de espacios, por la lucha de egos, por la imposición de verdades, mientras que la única e invariable verdad queda relegada a la poesía parnasiana y a las reflexiones filosóficas como con cierto asco.

Jean Paul Sartre, el 29 de octubre de 1945, cuando aún llameaban las calles de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, lo gritó a los cuatro vientos desde un París devastado: el existencialismo es un humanismo, durante una conferencia que generó gran revuelo pues ante el asombro de la violencia que fue capaz de generar la cuna de la cultura occidental de la mano de viejos determinismos que hicieron creer a los gobiernos que su punto de vista era auténtico y absoluto, el pensamiento comenzó a revisarse.

Sartre señaló que en la subjetividad del individuo estaba la verdad, en contraposición “de bellas teorías, llenas de esperanza y sin fundamentos reales”. Pienso, luego soy, era en resumen la doctrina que enarbolaba el existencialismo, que el filósofo francés acompañaba con un corpus muy lógico: “Toda teoría que toma al hombre fuera de ese momento en que se capta a sí mismo es ante todo una teoría que suprime la verdad, pues, fuera de este cogito cartesiano, todos los objetos son solamente probables, y una doctrina de probabilidades que no está suspendida de una verdad se hunde en la nada”.

Recientemente se conmemoró el triste acontecimiento de los atentados contra las torres gemelas de Nueva York, donde murieron algo más de 3 mil personas, y que a fuerza de las imposiciones mediáticas del imperialismo cultural se pretende convertir en el acontecimiento más dramático del naciente siglo XXI, como si no fuera dramático el casi millón de muertos generados por la llamada Operación Libertad Iraquí que desde 2003 intenta vengar la afrenta del World Trade Center.


Pienso en que si asumiéramos la verdad de nuestra fugacidad en la tierra, con ética y humanidad, podríamos ser más felices porque nuestras luchas no estarían sujetas a dogmas de fe ni a esperanzas vanas como la eternidad de la vida gracias al avance de la ciencia o a la posibilidad del Paraíso. Así, quizás, no tendríamos la ambición criminal de imponer nuestras culturas, nuestras creencias, nuestros principios a otros, y por tanto solo la naturaleza se encargaría de nosotros en un momento impreciso, cuando nos cobije la nada, como pudo ser y no fue el sábado pasado, cuando la chica Down nos asomó el destino, insoslayable.

1 comentario:

ala desnuda dijo...

Me encantó, Marlon. De lo anecdótico caraqueño a la profundidad del existencialismo es un recorrido nada fácil de hacer y lo hiciste con maestría en la pluma y sin miedo a las alturas temáticas. Mis respetos.