Teleturina

Como en un poema de Juan Calzadilla, me basta apagar el televisor para sentirme en resguardo al calor del hogar, con mis hijos revoloteando por entre sus travesuras y mi mujer histérica por los platos sin lavar y el calor de la noche, que quizás es el calor más infame del día.

Con un clic se borra, como por arte de magia, Lina Ron con su megáfono vociferando consignas y pateando una bomba lacrimógena que deja escurrir su estela humeante por entre los trabajadores de Globovisión, y ya no pasa nada sino la modorra de las 10 de la noche y el susurro al fondo de las vecinas de mi cuadra que conversan sobre lo que acabo de dejar atrás con el arbitrio del control remoto. Pero ya no me importa porque el mundo se reduce a las cuatro paredes de la habitación donde releo al poeta José Quiaragua, mi buen amigo, que me habla del vapor de las selvas tropicales donde ve a un río trinar como un enjambre de golondrinas y a una mujer que se aleja tras el velamen de la tierra.

De un clic desaparecen esos mundos: un hombre que violó a niñas en un campamento de verano; Sonia Sotomayor confirmada como Juez de la Suprema Corte de EEUU; un incendio que devastó un parque nacional de la isla de La Palma en las Canarias; cerraron 34 emisoras radiales; historias que me conmueven por segundos pero que no me dicen toda la verdad que de paso no quiero saber porque es imposible dar cuenta de todas las versiones y de todas las verdades.

La violencia simbólica de la TV renace al crujido del control, de nuevo, y en la mañana veo a un señor que llora porque el Gobierno le retiró la concesión de dos emisoras que había heredado de su padre en Guatire, y como vivo cerca paso a hurtadillas por la sede de la estación para comprobar si sus lágrimas reflejan el dolor que retransmite en horario estelar un canal que ha convertido en una causa universal el cierre de las radios, y compruebo, con asombro, que apenas una deslucida camioneta estacionada en la entrada principal del edificio, con unas pintas solidarias sobre sus vidrios, es el único bastión de resistencia civil en ese enclave del mundo globalizado que hoy protagoniza la jornada noticiosa y conmueve a las masas mediadas.

De regreso a casa la guerra vuelve al cuadrilátero televisivo y veo por VTV una manifestación a las puertas de Conatel donde otro bando festeja con pancartas la medida gubernamental, y de pronto como una exhalación aparece Zelaya celular al habla y un círculo de micrófonos que se cierra a su alrededor cuando intenta ingresar, otra vez, a territorio hondureño hacia donde no da un paso sin el efecto testimonial de las cámaras que lo siguen como a una estrella del show business que va a anunciar otro divorcio, otro suicidio, otro ingreso a una clínica de desintoxicación.

Apago la tele y Cassiel estrella sus carritos con repetida insistencia mientras me pide que mire su pequeño acto heroico; Gabriel en la otra esquina hace arcadas y bucha con alegría sobre unas sábanas nuevas que no he terminado de pagar. Me enternece ese cuadro doméstico y sencillo que no parece caber en una era marcada absolutamente por la agenda de los medios, que define nuestro espacio y nuestro tiempo sin ninguna compasión.

Desenchufo la tele y me echo a las calles con mis niños buscando sorbos de esmog, un ranita para aplastar, una callejuela olvidada, un parque, un helado, pero el calor se vuelve insufrible, las avenidas intransitables, los motorizados inauditos, la gente arisca, y como un pergamino que se repliega vuelvo con los muchachos a cuestas sobre mis pasos, retomo el camino a casa, donde nos depositamos con la seguridad de que el mundo se estaba acabando allá afuera y se arremolinaban las avenidas, pero aquí reina el equilibrio y la paz, y el ruido de la multitud suena apenas como un enjambre que se diluye en la tarde mientras la tele se enciende por la compasión de mi mujer o del mayor de mis chamos y el mundo vuelve a ser ecléctico, seguro, apocalíptico, infinito, hasta que de un plumazo piso el off y se acaba todo, menos lo demás.

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