Ana Frank


Al Sambil se va un domingo, golpe de mediodía, solo porque alguien te obliga o porque se está enamorado. Ni siquiera la remota posibilidad de que los carajitos disfruten de la pecera del nivel Acuario, justifica semejante sacrificio de paciencia y cordura.

Al Sambil, de paso, se va en tropel, hipnotizado e idiotizado, y nadie logra zafarse del enganche manipulador de las rebajas o los sobreprecios en las vidrieras, que primero te guiñen, luego te arrastran, te abrazan, te lenguetean, te violan, y aún te quieren virgen para una próxima oportunidad.

Un domingo alucinante en mi memoria reciente es el domingo pasado, cuando cogí con la mujer y los muchachos pal' Sambil bajo cualquier excusa inobjetable para comprar algo que en otro lado no existe, según la madre. Era un domingo, sin embargo, bonito, de sol radiante y nubes pomposas que le daban a Caracas un cariz exótico y abiertamente tropical.

Fue, en principio, un domingo de colas, tumulto, gente malhumorada, motorizados agresivos, matronas floridas, viejitos en mono y zapatillas y un cierto aire de vida feliz, como jamás será un día entre semana.

Aunque no esperaba más de lo esperable de un día trivial, un hallazgo inusitado me golpeó en la primera escalera mecánica de la primera entrada del primer estacionamiento: tras subir por el gusano de metal que traga y escupe gente sin remordimientos, hallé una exposición tan singular y atípica que juré por unos segundos que salía de la estación Palais Royal - Musèe du Louvre de París.

Era una muy curiosa y bellamente montada exposición en homenaje a los 80 años del natalicio de Ana Frank, la pequeña mártir de la II Guerra Mundial que se hizo célebre tras su muerte en un Campo de Concentración Nazi, por escribir un diario donde detalló con una belleza inusitada para su edad la terrible vida en un escondite donde permaneció dos años refugiada junto a su familia de la persecución contra los judíos que dio origen al llamado Holocausto o Shoá.

La exposición estaba bien plantada, y unos muchachos rozagantes repartían unos trípticos aún mejores, y te ofrecían una pequeña visita guiada por los pendones que sujetaban las fotografías y los testimonios, en medio del marasmo comercial de la gente comprando celulares y hamburguesas. Transportado por el impacto de lo visual y lo textual, por un momento no supe de mujer ni de hijos sino que me acurruqué en los entresijos de un viejo sótano en penumbras donde el frío penetraba hasta los huesos y el miedo te pinchaba con sus aguijones afilados. Tuve hambre, sueño, desesperación y todos las ideas locas y grandiosos de cualquier muchacho de 14 años que quiere comerse al mundo y no puede, porque está paralizado de terror.

Lo tremendo fue que la exposición me asomó a la otra Venezuela: una que habla de solidaridad y tolerancia; por ningún lado se asomaba un dejo político o un desmadre partidista sino que el llamado era a la comprensión de las diferencias, la importancia de la diversidad, el rechazo hacia los prejuicios, los estereotipos y la discriminación.

Para que Ana Frank y su gente sobrevivieran en el escondite donde aguantaron dos duros años antes de ir a parar a diversos centros de exterminio humano, recibieron la compasión de ciudadanos no judíos que les facilitaban enseres y alimentos, como sucedió en muchos casos también épicos como en Varsovia o la osadía de Oskar Schindler que dio origen a la película. Casos como estos miles, que ni trascendieron lo mediático pero que dignificaron a la especie muy a pesar de la inmensa locura del nazismo y la II Guerra Mundial que acabaron en conjunto con la vida de 49 millones de personas.

Lo inaudito, y aquí discurro, es que se utilice semejante crimen contra la humanidad como argumento político en la actual diatriba criolla, y por si nadie se ha dado cuenta, la profusión editorial sobre Hitler, Mussolini y otros criminales dictadores de la historia viene proliferando con el empuje que solo pueden darle grandes corporaciones transnacionales con intereses políticos claramente orientados.

El Diario de Ana Frank ha sido leído por más de 30 millones de personas en el mundo y traducido a más de 60 idiomas. Sus enseñanzas, sencillas y por ello extraordinarias, nos deben orientar hacia la cordura pero por sobre todas las cosas, hacia la solidaridad.

Ese domingo caprichoso me tomé tres cervezas, puse a mi hijo de dos años a bailar tambores en La Estancia y al pequeño de seis meses le besé la barriga y sonrió, y al final, más o menos, fui feliz.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es que para haber sido más feliz ese domingo, mi gordo bello, te bebiste muy pocas birras. Que bueno que estes actualizando de nuevo tu blog.

Saludos
Kike

Unknown dijo...

Yo le pongo "Ana Frank de compras en el Sambil" y me lanzo 10 birras Ja Ja Ja.Saludos! @fernandez_jairo