LA SOBREMESA ERA EL OLVIDO


A Kike en la plaza Santa Ana

¿Será que debo volver de nuevo a la vieja calle donde jugué con el balón; será que tengo el tiempo contado para estar en la acera de enfrente, donde los juegos de azar volvieron infinito mi tiempo de muchacho tirado a la deriva? ¿Pero es que no ves que más bien es tiempo de masticar el césped del parque de la antesala, donde descubrí una paloma muerta y un amor, en los días en que las tardes eran anchas escaleras y las noches un molesto susurro? ¿Debo quizás atravesar las habitaciones y robarle potencia al grito de los otros que quieren hacer de esta dehesa un bosque maldito y misterioso?
No quiero decir lo de siempre; hoy sencillamente es día de paga, tomo unas cuantas monedas y me largo por la avenida a buscar el vasto mundo donde nadie sobrevive si no es vaciando los argumentos de la sinrazón. En la calle hay una niña que mete miedo de lo quieta que está. Se hala la falda, se plisa los ruedos, se toma un rulo y lo alborota y de pronto, se encierra en la pose de estatua infinita que una vez tuvo la Venus de Willendorf. Bajo por una calzada triste y oscura donde pensé que aún quedaba el bar del señor Luis, donde me bebí las cervezas de Jorge, Carlos, Eduardo, Haissar, Miguel, el Peluche y alguna vez escupí la bilis detrás de los botes de basura. Dame esa mierda y ni te muevas cabrón (oigo). Qué te doy, qué te doy (digo). Dame la puta cartera y dame la cadena, y dame los zapatos y quédate muerto como si nada porque te reviento (oigo). Toma (digo).
Sigo bajando y ahora estoy enfrente del bar de Tito, ahí aprovecho y me lanzo a devorar las migas de un plato de huevos hervidos, pan tostado y vino mientras un coro escapado de la capilla de al lado entona un canto de guerra, algo que tiene que ver con la venganza o la redención o la muerte, no sé. Alguien me mira al fondo del saloncito de sillas arremolinadas, creo saber quién es pero huyo, como siempre ha sido, por entre los boquetes de silencio del coro que hace mutis para mostrar un gesto silencioso de adoración a ese Dios loco que funge de director de orquesta.
La calle respira como una herida abierta. Pasan los coches, una sombra alardea bajo los postes y un señor que es un elefante se arrincona para respirar con más fuerza, como si necesitara un segundo aire y un nuevo espíritu. Vaya días que corren. ¿Será que debo jugar con el balón?
Alguien me quiso una vez. Lo sé por los restos de sosiego esparcidos en mi cama, escombros que se han ido acumulando y me hacen peso como un montón de objetos perdidos en el descampado. Es que esta calle es como el vientre de la mujer que quise, que provoca asaltarla en la noche y a zarpazos arrancarle un suspiro o un lamento, y bendecirla por el milagro de su asepsia. Esa cuenca cartilaginosa que se ensancha y adelgaza como un pulmón o como esta calle que sin querer se ha vuelto un río diáfano. Por ahí navego y algunos me siguen río abajo, todos estamos dejándonos llevar a ver si vale la pena seguir la corriente. En un tramo alguien tropieza con una piedra depositada como huevo prehistórico en el medio del mar, y creo que yo mismo encallo en la avenida que vuelve a poblarse de vulvas raquídeas y peronés, entonces se marchita la sonrisa de la niña que juega con los pliegos de su falda y se torna en el diluvio bíblico que acaba por empapar a Enrique Miranda en San Salvador, mientras él intenta apenas llevar las cuentas de su nueva vieja estirpe, que sigue luchando contra las corrientes que estallan frente al mundo recién inventado que creyó descubrir Noé, entre el piélago pantanoso de donde surgió la especie.
Mi rito sigue siendo bajar por la calle en procesión, detrás de la muchedumbre que sabe algo que yo no sé, que descubrió al final del camino un signo elocuente que a todos nos redime. Eso es lo que busco, por eso sigo a una multitud enardecida que comienza a ser enjambre. No se retrase mi pana, que allá abajo está (dicen). ¿Qué está, qué coño está? (pregunto).

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