VOLTEAR HACIA KHAYYAN
Ahora que es mayo y las lluvias fecundan de motas amarillas la aridez de las montañas; revientan el apamate y el araguaney y la nostalgia lo cubre todo con su manto de pequeña venganza de invierno. Mayo de enamorados que salen sin paraguas a atravesar las avenidas del centro, como dos forajidos que huyen de Sodoma y Gomorra a acurrucarse bajo el resguardo de los toldos de algún buhonero.
En mayo se unta de una pátina gris la ciudad, pero los niños saltan de alegría y abren sus bocas y beben el fruto de los cielos abatidos que en mayo se desaguan como deltas violentos.
Uno llega y se detiene en la rutina. Las oficinas son tristes trincheras con claraboyas indolentes que nos dejan ver que detrás de los cristales llueve, diría Serrat, y uno encerrado entre manojos de papeles alzando al vuelo la idea de escapar hacia ese destino absoluto de aguacero y vida, de riada y espera, de renacer, de gente mojada sobre rubores de tierra.
Un hombre sonríe, una mujer reza, un niño juega; los burócratas vuelven a ser tan inservibles, los músicos imprescindibles, los atletas necesarios, los poetas vitales; la masa indescifrable estadística de lo ajeno, hasta que alguien se resiste, porque siempre hay alguien que se resiste.
Quién podría explicar cómo es que la gente no se atasca, como es que fluye con todo y sus historias épicas, sus pequeñas revoluciones, entrando a los edificios, agitando los ascensores, trasegando el metro. Todos caben en ese día a día de mayo y sus lluvias turbulentas y su sol intermitente, y más allá de la ventana se ve quizás a la mujer amada, al hijo que está y al que viene, a la patria que sueñas, y la Biblioteca se te vuelve imposible como un escafandra diminuta, se te monta en la espalda triunfante mientras la nostalgia te lleva a dar pasos de ciego sobre la molienda, pero alguien te dice “tan lejos y tan cerca” y volteas como por una necesidad inexplicable y allí está, el busto inamovible, centelleante de Omar Khayyan, el poeta persa que alumbra el Foro Libertador, el cantor del vino, de las Rubaiyat, y uno vuelve a suspirar, porque detrás de la lluvia hay sol, y con la lluvia hay vida y todo nace, se reproduce y muere, en el prodigio de los tiempos.
MOTÍN
A Garachico
Este es un pequeño pueblo al lado del África sahariana
He venido hasta aquí como el viento norte que huye de los vikingos
Desde tierras herméticas de fiordos y frío glacial
Cuando veo estos paisajes me alegro tanto de ser de este siglo
Sé que este pequeño pueblo vivió días peores
Crucifixión y ascenso hacia glorias algebraicas
Ahora me despejo un poco y salgo a deambular sus cortas
Callejuelas salpicadas de trinitarias y conchas en las paredes
Como todo pueblo a orillas del ondear vejatorio del Atlántico
Procuro algunos pasos y me detengo ante la que podría ser
Una revelación: esa cantina pequeña y bulliciosa, de mesas
Apiñadas y hombres de risa atronadora que llevan en sus brazos
Tatuajes antiguos macerados por las estaciones
Como quisiera ser uno de esos zorros marinos
Que tienen coartadas para el ardor en la garganta y se aventuran
A sofocar el incendio de sus huesos con litros de cervezas
Servidas en vasijas cinceladas que danzan delirantes
Bajo los palmos de sombra de un sauce retorcido
En este bar a orillas del Atlántico algunos hombres de
Complexión fuerte y mirada cautivante narran historias
Increíbles como no podía ser menos, pero no les creo nada
Conozco el juego: alguien debe admirarles con asombro
Y resignación y yo no caigo porque estoy muy aburrido
Para estas cosas, yo me bebo un par de birras bien frías
Y miro hacia otro lado y descubro un sol abrasante allá afuera
A donde van a parar las prístinas espumas de un océano
Que anuncia marejadilla y truenos al poniente
Me alegra de verdad ser de este siglo.
Uno de los marinos viejos me contó una vez que debajo de esos
Restos de roca volcánica, a donde fueron a dar los esqueletos
De admirados galeones salpicados por los siete mares
Reposa un navío con todo y su tripulación
Navegantes avezados, con tesoros sibilinos y joyas grandiosas
Que espera las ansias de algún aventurero dispuesto
A escarbar de entre los inmensos aerolitos negruzcos
Y silenciosos que deformes e hirientes le dan a la costa
Un extraño espesor de gasa chamuscada
Yo no seré ese aventurero, yo me conformo con dos
Cervezas y un palillo entre los dientes mientras espero
Que llegue la tarde para ver cómo el sol esculpe las sombras
Más hermosas que la luz puede proveerle a las cosas detenidas
Como un castillo del siglo XVI, un farol victoriano, una esquina
Una cueva, una hoz, una espléndida ancla derrumbada por ahí
En esta tarde que empieza a ser tan ajena y difusa como
Esas carabelas heroicas que durante los viajes de descubrimiento
Astillaron sus rancias quillas sobre monstruos marinos
Como el inmortal Kráken
Que con sus inmensos tentáculos abrazaba hasta la derrota
A esa imbatible armada ultramarina
Lanzada a conquistar razas quiméricas
En esas cosas pienso mientras espero a mi mujer
Que atiende las mesas de una oscura fonda
Llamada Dácil, la apasionada aborigen guanche
Que amó al conquistador y vendió por orgasmos
Y ardores a su pueblo, como la Malinche y Medea
Auténticas románticas como ya no quedan
Aunque quizás me equivoque porque cuando
Siento sobre mi hombro izquierdo la suave caricia
De la mujer que quiero y que sé que está escapada
De su horario y posterga sus obligaciones
Frente al campo de batalla
De las cuatro mesas y la barra de aquel bar
Donde gobierna de 3 a 10
Entiendo que otras arteras son posibles
Sin tanto fausto y tanto mito
Y entonces sé que esos marinos borrachos harán aguas
Sobre la acera y alguien quizás los desvalije
En medio de la nada y se llevará a casa algún
Recuerdo de guerra
Y yo navegaré por esas calles entre saltos blondos
Abrazado a la cintura de mi chica
Y su pequeño motín a bordo.
Julio 2005
ANA
Dícese de la puta gata
Si yo supiera que Ana me quiere, no estaría entristecido. Pero ella sigue allí, como esperando en silencio lo suyo, la continuación de un rito medroso que comienza a ser absurdo, mirando como siempre hacia un punto indefinido. Ana es así: indiferente, hiriente. Cuando devela su táctica, detrás de una pose hinchada de vanidad y la mirada altiva, me provoca arrastrar su diminuto cuerpo y hacerle cosquillas en lo más profundo de su sombra.
Cuando está así me siento tan pequeño porque sé que no piensa, que no recuerda nada de lo nuestro ni se interesa por mí. Y eso duele, claro, no va a doler, si yo siempre he estado a su lado, oyéndola ronronear, rozando su dorso equidistante, viéndola estirarse con gracia.
Ahora espera en el extremo del salón oscuro, el cuarto hambriento de nuestros juegos infames. Ana sigue con desdén tumbada sobre la alfombra de terciopelo fucsia, mirando el brillo que apenas se cuela por la ventana, pero sin mirar, sin escudriñar. Como cuando miramos lo de siempre que a fuerza de la costumbre no hace falta entender, sino mirar, como ciegos.
No lo acepto, ni lo entiendo, no es tan simple como jugar con el estambre rosado. Sólo quiere saborearme y no lo admito porque a la luz de su apariencia dócil, se expían culpas nunca admitidas a conciencia. Y ella, como un cuadro tieso en el centro de la pared, donde el reflejo de la lámpara de aluminio alcanza apenas para advertir nuestras distancias, se conforma sin remedio.
Antes de que todo se convirtiera en duda y equilibrio, hubo pasión, locura, desenfreno, quizás un flirteo ancestral de especies. Antes, cada paso era regocijante y cada mueca una invitación. Los rasguños se internaban en epidermis que nos devolvían cicatrices transversales y pieles curtidas.
Recuerdo, y tú no, supongo, los gestos transferidos a espasmos y gemidos. Tu contorneo suave y misterioso, sacudiendo los músculos en cada paso magistral, mientras yo intentaba arrancar de mi ascendencia todo rastro bípedo y sentencioso, próximo al compromiso maleable que niega cualquier deseo.
Entonces, nos mirábamos por horas, ¿lo recuerdas? Y dábamos vueltas toda la noche mientras las sábanas rodaban por el suelo y las almohadas giraban eternamente como nuestras diferencias, mediante una hélice invisible.
Ahora no sé Ana, no sé qué quieres de mí. A veces me provoca lanzarte al vacío para que cuando te des cuenta, tarde como yo, recibas el fustigante dolor de lo ajeno. Pero no me atrevo, me resisto.
Mientras, bajas la guardia, te erizas un poco y te pones al acecho, paseas tu lengua suavemente sobre esos labios indescifrables y pronuncias algo, como siempre, al final murmuras algo inconfesable y te lanzas voraz sobre la taza de leche tibia y ahora sí, te me acercas y permites que deslice mi mano sobre tu elástico dorso blanco y quejumbroso; y sé que no es un triunfo Ana, quizás, apenas, ¿un instinto?
LA SOBREMESA ERA EL OLVIDO
A Kike en la plaza Santa Ana
¿Será que debo volver de nuevo a la vieja calle donde jugué con el balón; será que tengo el tiempo contado para estar en la acera de enfrente, donde los juegos de azar volvieron infinito mi tiempo de muchacho tirado a la deriva? ¿Pero es que no ves que más bien es tiempo de masticar el césped del parque de la antesala, donde descubrí una paloma muerta y un amor, en los días en que las tardes eran anchas escaleras y las noches un molesto susurro? ¿Debo quizás atravesar las habitaciones y robarle potencia al grito de los otros que quieren hacer de esta dehesa un bosque maldito y misterioso?
No quiero decir lo de siempre; hoy sencillamente es día de paga, tomo unas cuantas monedas y me largo por la avenida a buscar el vasto mundo donde nadie sobrevive si no es vaciando los argumentos de la sinrazón. En la calle hay una niña que mete miedo de lo quieta que está. Se hala la falda, se plisa los ruedos, se toma un rulo y lo alborota y de pronto, se encierra en la pose de estatua infinita que una vez tuvo la Venus de Willendorf. Bajo por una calzada triste y oscura donde pensé que aún quedaba el bar del señor Luis, donde me bebí las cervezas de Jorge, Carlos, Eduardo, Haissar, Miguel, el Peluche y alguna vez escupí la bilis detrás de los botes de basura. Dame esa mierda y ni te muevas cabrón (oigo). Qué te doy, qué te doy (digo). Dame la puta cartera y dame la cadena, y dame los zapatos y quédate muerto como si nada porque te reviento (oigo). Toma (digo).
Sigo bajando y ahora estoy enfrente del bar de Tito, ahí aprovecho y me lanzo a devorar las migas de un plato de huevos hervidos, pan tostado y vino mientras un coro escapado de la capilla de al lado entona un canto de guerra, algo que tiene que ver con la venganza o la redención o la muerte, no sé. Alguien me mira al fondo del saloncito de sillas arremolinadas, creo saber quién es pero huyo, como siempre ha sido, por entre los boquetes de silencio del coro que hace mutis para mostrar un gesto silencioso de adoración a ese Dios loco que funge de director de orquesta.
La calle respira como una herida abierta. Pasan los coches, una sombra alardea bajo los postes y un señor que es un elefante se arrincona para respirar con más fuerza, como si necesitara un segundo aire y un nuevo espíritu. Vaya días que corren. ¿Será que debo jugar con el balón?
Alguien me quiso una vez. Lo sé por los restos de sosiego esparcidos en mi cama, escombros que se han ido acumulando y me hacen peso como un montón de objetos perdidos en el descampado. Es que esta calle es como el vientre de la mujer que quise, que provoca asaltarla en la noche y a zarpazos arrancarle un suspiro o un lamento, y bendecirla por el milagro de su asepsia. Esa cuenca cartilaginosa que se ensancha y adelgaza como un pulmón o como esta calle que sin querer se ha vuelto un río diáfano. Por ahí navego y algunos me siguen río abajo, todos estamos dejándonos llevar a ver si vale la pena seguir la corriente. En un tramo alguien tropieza con una piedra depositada como huevo prehistórico en el medio del mar, y creo que yo mismo encallo en la avenida que vuelve a poblarse de vulvas raquídeas y peronés, entonces se marchita la sonrisa de la niña que juega con los pliegos de su falda y se torna en el diluvio bíblico que acaba por empapar a Enrique Miranda en San Salvador, mientras él intenta apenas llevar las cuentas de su nueva vieja estirpe, que sigue luchando contra las corrientes que estallan frente al mundo recién inventado que creyó descubrir Noé, entre el piélago pantanoso de donde surgió la especie.
Mi rito sigue siendo bajar por la calle en procesión, detrás de la muchedumbre que sabe algo que yo no sé, que descubrió al final del camino un signo elocuente que a todos nos redime. Eso es lo que busco, por eso sigo a una multitud enardecida que comienza a ser enjambre. No se retrase mi pana, que allá abajo está (dicen). ¿Qué está, qué coño está? (pregunto).
ACABAR CON LAS ESPECIES
“Llueve,
mi mano
en una gota
te sostiene...”
Yurimia Boscán
A veces presiento que voy a encontrar algo un poco más allá de donde veo la lluvia, mientras una gota muda pasea descarada sobre el cristal de la ventana y me fuerza a presenciar su efluvio, porque más allá de la gota hay lluvia, y más allá de la lluvia hay sequía. Su estela me entretiene y su miedo me cautiva, pues se arrastra con recelo y no se decide aún a dar ese gran salto al vacío. Al contrario, pausada toma su forma redonda y neutra que enseguida -ya un poco inquieta- se transforma en un caballo líquido y desbocado que corre sin rumbo por la llanura transparente. La admiro y trato de tocarla para contagiarme de la extraña fuerza que exhibe en silencio, pero me detengo. Estupefacto, reacciono y me doy cuenta a tiempo de que habría sido capaz de violarla con mis dedos y ponerla a parir seis o siete gotas gordas, diminutas y pasajeras.
Me arrepiento y siento miedo de unas intenciones que han sido más bien instintivas, porque yo solo quería contagiarme de esa fuerza natural y descubrir en el contacto ardoroso, la voluntad que permite surcar distancias sin mediar arrepentimientos, como un paracaidista intransigente que insiste en desconocer su destino.
Asustado volteo y al menos puedo ver que estás aquí conmigo, medio desnuda y dormida todavía, haciendo estragos en el sueño, con gestos indefinibles, desquiciada acariciando eternamente el deseo, curiosa buscando respirar por encima de la almohada, con un seno amputado por la sábana ocre y la cabellera inocente cayendo hacia el piso, pero sin tocarlo, sin tocarlo nunca.
Y respiro profundo un par de veces y hago un gran esfuerzo para escapar de la ventana y saltar hacia ese destino natural de Adán y Eva dando al traste con Dios, sin más paraíso que el cuartucho exiguo de un viejo hotel del cual sólo podríamos ser expulsados por una anciana sin dientes hacia un diluvio que extrañamente hoy se ha hecho eterno, que insiste en ahogar a una iglesia en ruinas que se ve desde la ventana, y a un perro indiferente que se revuelca en el pantano, en un charco que comienza a ser inundación, que jura acabar con las especies, mientras sigo indeciso sin saber si prefiero morir entre tus piernas o arrastrándome en un charco, ahogado por la lluvia, paseando con la gota que va sobre mi espalda, buscando la corriente que va a parar al río.
Solo miro indeciso por la ventana y me dispongo a preparar un poco de café para darme cuenta de que estoy vivo, que resistí la embestida, aunque sigo nervioso, sin entender en qué lugar del continente estoy ahora, cuando de reojo me volteo de nuevo hacia la ventana impulsado por un ansia esotérica y a través de la lluvia puedo ver, un poco más allá, a un pequeño pueblito del Caribe.
mi mano
en una gota
te sostiene...”
Yurimia Boscán
A veces presiento que voy a encontrar algo un poco más allá de donde veo la lluvia, mientras una gota muda pasea descarada sobre el cristal de la ventana y me fuerza a presenciar su efluvio, porque más allá de la gota hay lluvia, y más allá de la lluvia hay sequía. Su estela me entretiene y su miedo me cautiva, pues se arrastra con recelo y no se decide aún a dar ese gran salto al vacío. Al contrario, pausada toma su forma redonda y neutra que enseguida -ya un poco inquieta- se transforma en un caballo líquido y desbocado que corre sin rumbo por la llanura transparente. La admiro y trato de tocarla para contagiarme de la extraña fuerza que exhibe en silencio, pero me detengo. Estupefacto, reacciono y me doy cuenta a tiempo de que habría sido capaz de violarla con mis dedos y ponerla a parir seis o siete gotas gordas, diminutas y pasajeras.
Me arrepiento y siento miedo de unas intenciones que han sido más bien instintivas, porque yo solo quería contagiarme de esa fuerza natural y descubrir en el contacto ardoroso, la voluntad que permite surcar distancias sin mediar arrepentimientos, como un paracaidista intransigente que insiste en desconocer su destino.
Asustado volteo y al menos puedo ver que estás aquí conmigo, medio desnuda y dormida todavía, haciendo estragos en el sueño, con gestos indefinibles, desquiciada acariciando eternamente el deseo, curiosa buscando respirar por encima de la almohada, con un seno amputado por la sábana ocre y la cabellera inocente cayendo hacia el piso, pero sin tocarlo, sin tocarlo nunca.
Y respiro profundo un par de veces y hago un gran esfuerzo para escapar de la ventana y saltar hacia ese destino natural de Adán y Eva dando al traste con Dios, sin más paraíso que el cuartucho exiguo de un viejo hotel del cual sólo podríamos ser expulsados por una anciana sin dientes hacia un diluvio que extrañamente hoy se ha hecho eterno, que insiste en ahogar a una iglesia en ruinas que se ve desde la ventana, y a un perro indiferente que se revuelca en el pantano, en un charco que comienza a ser inundación, que jura acabar con las especies, mientras sigo indeciso sin saber si prefiero morir entre tus piernas o arrastrándome en un charco, ahogado por la lluvia, paseando con la gota que va sobre mi espalda, buscando la corriente que va a parar al río.
Solo miro indeciso por la ventana y me dispongo a preparar un poco de café para darme cuenta de que estoy vivo, que resistí la embestida, aunque sigo nervioso, sin entender en qué lugar del continente estoy ahora, cuando de reojo me volteo de nuevo hacia la ventana impulsado por un ansia esotérica y a través de la lluvia puedo ver, un poco más allá, a un pequeño pueblito del Caribe.
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