MANUELITA Y SIMÓN



La vida no es más que la suma de amores contrariados. Lo dice García Márquez que ha hecho una carrera gloriosa a punta de narrar amores imposibles. Qué sería del arte, la mitología y las buenas biografías si no fuera por esas terribles contradicciones del destino que frustran el afecto. Por ejemplo, no hay mejor muestra de constancia, por ende de vida, que la historia de Fermina Daza y Florentino Ariza, los protagonistas de El amor en los tiempos del cólera, quienes tienen que esperar más de 60 años para entrelazar sus caminos en un romance a orillas del Caribe, como no debe haber mejores.
Un ejemplo especialmente caro para mí es el drama de Manuelita Sáenz y Simón Bolívar. A Bolívar me lo presentaron los manuales de historia, como se conoce a todos esos héroes que no pasan de ser estatuas roñosas sobre las que defecan las palomas. Ese Bolívar no dejaba de ser para mí un sujeto extravagante. Manuela, a todas estas, era en aquellos relatos la costilla frugal del ídolo, tan sólo un apéndice que como buena dama debía quedar relegada a los anexos de los libros de historia. A ambos empecé a entenderlos cuando supe que más allá de sus formas inasibles, se velaban dos mortales que amaron y odiaron con absoluta humanidad.
A Bolívar, la gran figura de una guerra mítica, lo conocí hombre cuando descubrí que dudó, rompió promesas y despachó con holgura sus instintos primarios en medio de los afanes a los que dedicó su vida. A Manuela la distinguí por fin mujer cuando la supe intuitiva, arrebatada, llena de contradicciones e infiel. A su marido, el inglés James Thorne, llegó a revelarle: "¿Crees por un momento que, después de ser amada por este General durante años, de tener la seguridad de que poseo su corazón, voy a preferir ser la esposa del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo...?" deliciosamente humana y despiadada.
Ellos vivieron los encuentros y desencuentros de un amor imposible y en medio de la guerra fabricaron una epopeya romántica, plagada de coitos asustadizos y de besos robados en la trastienda de las convenciones de Estado.
Pero fue un amor, como me enseñó Lovera de Sola en su libro "La larga casa del afecto", malogrado. Cuando salió de Bogotá siete meses antes de morir, El Libertador le escribió a su amada: "Amor mío: mucho te amo, pero más te amaré si tienes ahora más que nunca mucho juicio. Cuidado con lo que haces, pues si no, nos pierdes a ambos perdiéndote tú. Soy siempre tu más fiel amante." Un hombre que haya escrito esas líneas, tiernas y suplicantes poco después de haber sido traicionado por una causa a la que entregó su vida, no puede ser más que un héroe, tan humano como Manuelita mujer, más grandes que unas estatuas de mármol llenas de mierda de paloma.

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